Bailando desde la cicatriz con Antón Reixa y Kirenia Danza
- Pauloblue 1
- 21 abr
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Las artes escénicas no solo imitan el mundo —centrándose en temas controvertidos o en aquellos que merecen una reflexión profunda—, sino que también crean un mundo nuevo, vivo y presente, que nos afecta y, por tanto, nos transforma. Ese potencial se multiplica cuando surge desde los cuerpos, y en ese sentido, la danza es, a menudo, la que más lejos llega.
El año 2025 destaca en la danza contemporánea gallega por cruzar fronteras, buscando la poética en cuerpos diversos, cuerpos con cierto grado de “discapacidad” que no se niega, pero tampoco se enfatiza ni se instrumentaliza, sino que se trasciende con naturalidad.
Me refiero a CICATRIZ, de Kirenia Danza, que se estrenó el pasado 28 de marzo en la Sala Germán Coppini de la SGAE en Compostela.
Sabemos que se trata de la primera coproducción del Centro Coreográfico Galego en el ámbito de la danza inclusiva. Sin embargo, desde mi punto de vista, lo verdaderamente valioso de esta CICATRIZ es que no gira en torno a la discapacidad, sino que parece un espectáculo sobre la capacidad. La fantástica y, al mismo tiempo, real y poderosa capacidad de que querer es poder, como lo sentí —con mayúsculas— durante la función.
Podría parecer fantasía, como muchos de los trescientos deseos enunciados en los trescientos versos de Antón Reixa, que Antela Cid recita en un eco infinito, a modo de oración laica o exorcismo ritual —una danza de esta cicatriz roja—. Pero no lo es, porque el baile está ahí, haciendo tangible lo imaginado.
Y el rojo no es solo la sangre de la herida, sino también la pasión que nos eleva, simbolizada por el impresionante vestido de Kirenia, que evoca una diosa a lo Pina Bausch, capaz de mover las jaulas en las que podemos quedar atrapados por el dolor, los accidentes, las discapacidades o incluso por las etiquetas que nos imponen o que asumimos.
Así, Kirenia se erige como un personaje alegórico de la fuerza, el poder y la belleza, capaz de transformar la herida y los límites en movimiento. La otra gran fuerza proviene del contraste con el cuerpo y la presencia de Antón Reixa, cargado de una tensión que electrifica la pieza.
Bajo la coreografía y la discapacidad, visible o implícita, se esconde un subtexto que resuena desde lo no dicho: una contención expresiva que potencia el magnetismo de la obra.
Hay muchos momentos en CICATRIZ que permanecen grabados en la retina, imágenes que modifican sutilmente nuestra respiración y, con ello, nuestras emociones. Recuerdo a Kirenia flotando alrededor de la silla donde Reixa permanece sentado, con movimientos amplios y fluidos que aligeran el peso de la gravedad cotidiana. Me sorprendí respirando profundamente, como ante un paisaje natural que expande los pulmones y estira la columna. A mi lado, otra espectadora, María Paredes, también se ondulaba con delicadeza. Esa es la magia de un espectáculo: compartir sensaciones y nutrirse de quienes nos rodean.
También recuerdo las entradas de Reixa y sus momentos de quietud cargada de intención, donde el cuerpo no se mueve pero dice mucho. Ese misterio, en diálogo con los ecos del “querer”, dejaba huella.
Y los momentos siempre provocadores de manipulación física: cuando Kirenia mueve el cuerpo de Reixa, y cuando él hace lo mismo con el de ella. Esa relación directa, cuerpo a cuerpo, sin filtros, intensifica la atención del público, como si asistiéramos a una escena de la naturaleza, a una vaca empujando a su ternero con el hocico: instintiva, real, viva.
Es imposible olvidar los movimientos dentro de esas estructuras tipo jaula, por su fuerza metafórica, por el contraste entre sus líneas rígidas y los cuerpos flexibles de Reixa y Kirenia. No solo se baila dentro, sino que se escapa de ellas y se proyectan al espacio.
La combinación de la música inmersiva y pulsante de Bruno Baw, la iluminación de Violeta Martínez y las jaulas móviles de Suso Mareque, junto con la coreografía compartida entre Reixa y Kirenia, generan un disfrute expectante. CICATRIZ no es una pieza contemplativa: además de su belleza estética, hay en ella una corriente vital que nos arrastra y nos mantiene alerta.
En el centro, como si se trenzaran, están los versos del deseo; y al final, también en retrospectiva, los de la cicatriz. Y aunque todo está atravesado por la poesía y el artificio de la danza, al final, ¿quién no tiene cicatrices visibles u ocultas?
Ahí está el corazón de esta obra: en la conexión sublimada que podemos establecer con ella. Porque, al igual que en la antigua técnica japonesa del Kintsugi, el valor y la belleza de las cicatrices son esenciales para la vida. Y hay que aprender a bailar con ellas… y a disfrutarlas también.